El último domingo del año litúrgico siempre tiene un sabor distinto. No es solo el cierre de un ciclo; es la proclamación de una verdad que sostiene la fe: Cristo es Rey del universo, de la historia y de cada corazón que lo deja entrar. Esta solemnidad, instituida hace cien años por el Papa Pío XI en un contexto de secularismo creciente, no nació para recordar un triunfo político, sino para recordar que cuando Dios deja de ser el centro, la humanidad pierde su rumbo. La historia lo ha demostrado una y otra vez: entre más nos alejamos de Dios, más se desdibuja nuestra humanidad.

Cien años después, el mensaje sigue siendo urgente. No vivimos la persecución frontal de otras épocas, pero sí una presión constante que empuja a esconder la fe, a separarla de la vida cotidiana, a vivirla en silencio para no incomodar. Vivimos un mundo donde la explicación fácil es culpar a la fe de atrasar el progreso y donde el ruido, la prisa y el miedo parecen tener la última palabra. Sin embargo, la Iglesia vuelve a recordar, con la serenidad de quien ha visto pasar siglos: Cristo es Rey no porque domine, sino porque ama; no porque imponga, sino porque sirve; no porque gobierne con fuerza, sino con misericordia.

La fiesta de Cristo Rey, trasladada al final del año litúrgico por el Papa Pablo VI, es una invitación a mirar al Señor como el centro de toda la historia y como su destino final. Él vendrá como Rey para llevar a su pueblo al Reino definitivo, un Reino que no tendrá fin. Esta verdad, repetida tantas veces en el Credo, no es un concepto abstracto: es la certeza de que todo lo que hoy parece inestable, pasajero o incierto, acaba sostenido por un amor que permanece.

Para México, esta fiesta tiene un eco especial. El próximo año se cumplen cien años de la guerra cristera, un tiempo en el que miles de cristianos dieron su vida por defender la libertad de seguir a Cristo. No se trata de glorificar el conflicto, sino de reconocer que cuando el alma humana se aferra a la fe, incluso en tiempos oscuros, nace una luz que no se puede apagar. Aquellos hombres y mujeres murieron con un grito que sigue resonando: Viva Cristo Rey. Y ese grito no fue político: fue espiritual. Fue la proclamación de un reinado que no se negocia, porque se lleva en el corazón.

Hoy la persecución es distinta. No hay cárceles ni fusiles, pero sí un ambiente que ridiculiza la bondad, que celebra la violencia y que considera ingenua la misericordia. Qué difícil es vivir la fe en medio de un mundo que sospecha de la paz, que mira la justicia como debilidad y que reduce el amor a sentimentalismo. Qué difícil es mantener la reconciliación donde otros alimentan el rencor, elegir servir donde otros buscan imponerse, sostener la alegría cuando el miedo parece más rentable.

Y sin embargo, esa dificultad no cambia la esencia del Reino. El Reino de Jesús no compite con el ruido del mundo; lo ilumina. No se impone desde afuera; florece desde dentro. El Reino de Cristo es amor que sostiene, alegría que renueva, paz que reconcilia, servicio que dignifica. Es el Reino que se construye cada vez que alguien renuncia al odio, cada vez que alguien perdona, cada vez que alguien sirve sin esperar recompensa. Y es el Reino que se anuncia cada vez que el cristiano, con humildad y valentía, se atreve a decir “sí” al Evangelio en medio de un mundo que lo invita a lo contrario.

Quizá hoy no nos pidan derramar la sangre, pero sí nos piden entregar la vida. La vida en lo cotidiano, en lo silencioso, en lo pequeño: escuchar, ayudar, perdonar, acompañar, servir. Dar la vida como Cristo la dio: no en un acto grandioso, sino en una entrega diaria que se vuelve eterna.

Este domingo, al proclamar Cristo Rey, la Iglesia nos recuerda algo esencial: no se trata de un poder que se reconoce desde fuera, sino de un Reino que se deja entrar. Y cuando entra, todo cambia. Cambian las decisiones. Cambian las prioridades. Cambia el corazón. El Rey que reina amando transforma la historia desde dentro.

Que esta solemnidad nos devuelva la claridad interior para reconocer quién debe ocupar el centro. Que renueve nuestro deseo de vivir en el Reino del amor y no en el reino del miedo. Que nos dé la valentía de decir “no” a todo lo que divide y “sí” a todo lo que construye. Que Cristo, Rey del Universo, sea también Rey de nuestra vida.

 

Y que, como aquellos que nos precedieron, podamos decirlo con el alma entera:
Viva Cristo Rey.