El Evangelio nos abre las puertas del corazón de Dios. San Lucas nos presenta tres parábolas que nos muestran lo que significa la misericordia: la oveja perdida, la moneda encontrada y el hijo pródigo. No son simples historias, son un retrato del amor de un Padre que nunca se cansa de buscarnos.

Desde los primeros siglos, San Lucas ha sido llamado “el evangelista de la misericordia”. En su evangelio, Jesús aparece cercano a los pobres, a los pecadores y a todos los que la sociedad excluye. El capítulo 15 es el corazón de este mensaje.

Jesús dice: “¿Quién de ustedes, si tiene cien ovejas y pierde una, no deja las noventa y nueve en el campo y va tras la que se perdió hasta encontrarla?” (Lc 15,4). El pastor que carga la oveja en sus hombros es imagen de Cristo que no descansa hasta traernos de nuevo a casa.

La segunda parábola nos habla de una mujer que enciende una lámpara y barre la casa hasta hallar la moneda que había perdido. “Alégrense conmigo, porque encontré la moneda que había perdido” (Lc 15,9). La misericordia de Dios es una búsqueda paciente, luminosa, que no se rinde.

La tercera parábola nos lleva al corazón mismo del Padre. “Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y, conmovido, corrió, lo abrazó y lo cubrió de besos” (Lc 15,20). Es el rostro más tierno de Dios: un Padre que corre, que perdona y que hace fiesta.

En las tres parábolas, el desenlace es siempre la alegría: “Habrá más alegría en el cielo por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no necesitan conversión” (Lc 15,7). La misericordia no es lástima, es fiesta.

Misericordia en la vida cotidiana

San Juan Pablo II nos recordó: “La misericordia es el atributo más grande de Dios” (Dives in misericordia, 1980). Y el Papa Francisco insiste: “Un poco de misericordia hace al mundo menos frío y más justo”. La misericordia no es un accesorio, es el núcleo del Evangelio.

No basta con recibirla, estamos llamados a vivirla. “Sean misericordiosos como su Padre es misericordioso” (Lc 6,36). Esto implica perdonar, acompañar, servir, alegrarse por el bien del otro y hacer de nuestra vida un signo de compasión.

Hoy la misericordia se traduce en gestos sencillos: escuchar a quien está solo, reconciliarse con un familiar, acompañar al enfermo, dar esperanza a quien se siente perdido. Cada pequeño acto de amor hace presente a Dios en el mundo.

 

El Evangelio de la Misericordia nos recuerda que Dios no se cansa de nosotros.

Siempre nos busca, siempre nos perdona, siempre hace fiesta por nuestro regreso. La pregunta que queda es: ¿dejaremos que su misericordia nos encuentre y nos transforme?