El Evangelio de este domingo nos coloca frente a una verdad radical: no podemos servir a dos señores. Jesús lo dice con firmeza: “Ningún siervo puede servir a dos amos, porque aborrecerá a uno y amará al otro, o se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No pueden servir a Dios y al dinero” (Lc 16,13). Estas palabras no son una advertencia lejana, son un espejo para revisar dónde ponemos nuestro corazón.

El dinero en sí no es malo.

El dinero en sí no es malo. Es un instrumento, un medio necesario para vivir y organizar la sociedad. Sin embargo, cuando ocupa el centro de nuestra vida, se convierte en un ídolo que esclaviza. Jesús nos invita a ser conscientes: ¿administramos los bienes como servidores fieles o permitimos que sean ellos quienes nos dominen?

El Evangelio nos recuerda que la avaricia endurece el corazón. Quien acumula sin medida termina aislado, rodeado de riquezas pero vacío por dentro. San Pablo lo expresa con claridad: “El amor al dinero es la raíz de todos los males” (1 Tim 6,10). La codicia no solo roba la paz personal, también genera violencia, divisiones e injusticias en el mundo.

La historia humana está llena de ejemplos de cómo la ambición ha llevado a guerras, traiciones y sufrimientos. Basta mirar nuestro entorno: ¿cuántas familias, amistades o comunidades se han roto por conflictos de intereses económicos? Jesús nos advierte porque sabe que el dinero puede convertirse en un falso dios que exige sacrificios y nunca se sacia.

Pero el mismo Evangelio nos abre la puerta de la esperanza: el dinero puede ser transformado en un instrumento de amor. “Gánense amigos con el dinero injusto, para que, cuando les falte, los reciban en las moradas eternas” (Lc 16,9). El sentido verdadero de los bienes no está en poseerlos, sino en compartirlos, en ponerlos al servicio de la vida y la dignidad de las personas.

Santa Teresa de Calcuta, citada en la homilía, lo resumía de manera contundente: “La falta de amor es la mayor pobreza”. Ella veía en cada pobre un rostro de Cristo y nos enseñó que lo que cuenta no es cuánto tenemos, sino cuánto amamos al dar. El dinero sin amor es estéril; el dinero usado con misericordia se convierte en semilla de vida.

El Papa Francisco insiste en esta misma línea: “Un poco de misericordia hace que el mundo sea menos frío y más justo”. La administración de nuestros bienes debe reflejar la fe que profesamos. Ser cristianos significa aprender a usar todo lo que tenemos para servir, no para dominar.

Este Evangelio es también un llamado a revisar nuestra relación con las cosas materiales. ¿Vivimos para poseer más o para compartir mejor? ¿Encontramos nuestra seguridad en los bienes o en Dios? Jesús no se anda con rodeos: si nos falta Dios, nos falta todo. La verdadera riqueza es la comunión con Él y con nuestros hermanos.

Vivir con libertad interior frente al dinero es un signo de discipulado. El cristiano que administra con justicia y generosidad da testimonio de que su tesoro no está en este mundo, sino en el Reino. “Donde está tu tesoro, allí estará también tu corazón” (Lc 12,34).

 

El Evangelio de hoy nos invita a decidir a quién servimos. No podemos seguir a Cristo con el corazón dividido. Que nuestra mayor riqueza sea Dios mismo, y que lo poco o mucho que tengamos se convierta en pan compartido, en caridad concreta, en esperanza para los demás. Servir a Dios es vivir libres, servir al dinero es vivir esclavos.