La súplica que nace del corazón
Los apóstoles le dijeron al Señor: “Auméntanos la fe”. No pidieron fuerza, ni poder, ni éxito. Pidieron algo mucho más profundo: la capacidad de creer con todo el corazón.
La fe no es una idea ni un sentimiento pasajero; es una relación viva con Dios, un modo de ver la vida con esperanza cuando todo parece incierto.
Jesús no les da una fórmula. Les muestra el poder escondido en la fe: “Si tuvieran fe como un grano de mostaza, dirían a este árbol: arráncate y plántate en el mar, y les obedecería”. No habla de magia, sino de confianza. La fe no se mide por tamaño, sino por profundidad.
La fe auténtica no se impone, se pide. Y que pedirla requiere humildad. Solo quien reconoce su debilidad abre espacio para que Dios obre.
Cuando la fe se vuelve raíz
Jesús habla de un árbol, y el Padre lo retomaba con una imagen poderosa: un corazón que puede echar raíces, buenas o malas.
A veces nuestras raíces están puestas en la violencia, el orgullo o la indiferencia. Pero un corazón arraigado en Cristo florece incluso en el dolor.
San León Magno decía que “la fe de los creyentes es la victoria que vence al mundo”. Es decir, no hay poder más grande que una fe que confía aun cuando no entiende.
Creer no es tener respuestas, sino seguir caminando aunque haya oscuridad.
Jesús, en su misericordia, arranca las raíces que nos atan. La fe no solo mueve montañas, también limpia el alma, desarraiga el egoísmo y abre espacio para el amor.
Fe que transforma el mundo
La fe de los apóstoles no se quedó en palabras: se convirtió en misión. Ellos entendieron que creer no era refugiarse, sino salir a servir.
Hoy, la Iglesia entera sigue haciendo esa misma súplica: “Señor, auméntanos la fe”, porque el mundo necesita corazones nuevos, no argumentos más fuertes.
Una fe viva no se guarda: se comparte. Y cada vez que alguien actúa con amor, perdona o se entrega sin miedo, el Evangelio vuelve a florecer.
Jesús no busca multitudes, busca corazones con fe, capaces de transformar el entorno desde lo pequeño.
Pidamos al Señor que nuestra fe no se marchite. Que sea raíz, savia y fruto. Que no se quede en palabras, sino que transforme la manera en que miramos, servimos y amamos.
