El Evangelio de este domingo nos confronta con una invitación radical de Jesús: “El que quiera ser mi discípulo, que cargue su cruz y me siga” (Lc 14,27). No es un mensaje fácil ni cómodo, pero sí es profundamente liberador, porque revela el corazón mismo del discipulado: la entrega total por amor.

La multitud que sigue a Jesús

El texto comienza recordándonos que “caminaba con Jesús una gran muchedumbre” (Lc 14,25). No todos los que lo acompañaban estaban dispuestos a asumir las condiciones del seguimiento. Jesús quiere discípulos auténticos, no curiosos o simpatizantes pasajeros.

La renuncia personal

Jesús advierte que seguirlo implica una prioridad absoluta: “Si alguno viene a mí y no me prefiere a su padre y a su madre… e incluso a sí mismo, no puede ser mi discípulo” (Lc 14,26). No se trata de despreciar a los demás, sino de amar en el orden correcto: Dios primero, para que todo lo demás encuentre sentido.

El misterio de la cruz

La cruz en tiempos de Jesús no era un adorno ni un símbolo devocional, sino el instrumento de tortura más cruel. Por eso, cuando Él dice: “El que no carga su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo” (Lc 14,27), está hablando de un estilo de vida que asume la entrega hasta las últimas consecuencias.

La vida como donación

La vida entera de Jesús fue un continuo “darse”: “Quienes tienen hambre les da de comer, quienes están enfermos les devuelve la salud, quienes necesitan una palabra de ánimo, les da ánimo"

Todo en Él fue entrega, y la cruz es el culmen de esa donación.

La lógica del amor

En la cruz, Jesús no da “algo”: se da a sí mismo. San Pablo lo expresa con claridad: “Me amó y se entregó por mí” (Gál 2,20). Esa es la lógica del cristianismo: un amor que no se reserva nada, un amor que abraza incluso el sufrimiento por la salvación de los demás.

Discípulos que se entregan

Seguir a Cristo significa asumir esa misma lógica. No se trata de buscar sufrimientos, sino de vivir el amor en clave de donación. Como dice el propio Señor: “Hay más alegría en dar que en recibir” (Hch 20,35). Cada acto de servicio es un reflejo de la cruz que llevamos.

Dos parábolas para reflexionar

Jesús nos da ejemplos concretos: el hombre que calcula antes de construir una torre y el rey que mide sus fuerzas antes de ir a la guerra (Lc 14,28-32). El discipulado no es improvisación, exige decisión madura y consciente. Seguir a Cristo no es emoción pasajera, es un compromiso de vida.

Nuestra cruz cotidiana

Hoy la cruz puede tener muchos rostros: la paciencia en medio de la enfermedad, la fidelidad en las dificultades familiares, el servicio silencioso a quienes nos necesitan, o el perdón dado a quien nos ofende. Cada vez que elegimos amar en lugar de encerrarnos en nosotros mismos, estamos cargando la cruz detrás de Jesús.

El Evangelio nos recuerda que no podemos ser discípulos a medias. “Así pues, cualquiera de ustedes que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo” (Lc 14,33). Jesús nos invita a vivir una vida de entrega radical, no como un peso inútil, sino como el camino de la verdadera alegría. Que este domingo podamos preguntarnos: ¿qué estoy dispuesto a dar hoy por el bien de los demás?